Las alas ciegas |
Quien no sufre se quema, y yo recuerdo que la primera vez que hablamos me mirabas con tal intensidad que te quedabas añadida a mis ojos. Así ha pasado el tiempo desde entonces y las cosas que he vivido contigo se convirtieron en necesidades y la vida que no vivimos juntos es una casa sin ventanas. Las alas llevan a la niñez, pero tú me mirabas de tal modo, me mirabas doliendo de tal modo, que a partir de aquel día no he logrado saber si hay que vivir o hay que morir lo que se ama pues cuanto no se muere más de una vez en nuestra vida no llega a madurar: es gratuito. Morir es un aprendizaje ¿no recuerdas que los amigos que más queremos se nos fueron haciendo indispensables, poco a poco, y hoy los vemos andar como sonámbulos en el sueño de Dios, y su rostro al mirarlo se desdibuja, nos parece movido como cayendo a bien morir? El temblor es un muro que separa la sangre en dos orillas, y ahora quiero decirte, amiga mía, que aquel diálogo primerizo no ha terminado aún, no puede terminar ya que “la muerte no interrumpe nada” y esto no son palabras son latidos y distienden la sangre como se alargan las palabras cuando haces el amor. Quien no sufre se quema, y yo quiero decirte, quiero añadir aún que hay ocasiones en que la certidumbre de vivir se hace tan dirimente que ya no puede sostenerte ni sostenerla. No lo olvides, amiga mía, hay personas que no saben que sufren y hay personas que no saben sufrir como hay lugares en el mundo donde nunca ha volado una paloma, y tú sabes muy bien que cuando estoy a tu lado nunca te dejo de mirar porque temo perderte, no sé cómo, no sé cómo no sé, pero temo perderte cuando juntas el cielo con la tierra, cuando lo juntas todo: la víspera, el insomnio, los adioses, la nieve cuando cae, ¿no recuerdas su lástima cayendo? ¿no recuerdas también que el amor tiembla al derramarse para juntar dos cuerpos, y es lo mismo que un gas que al concentrarse se licua Morir es como amar, morir es un aprendizaje progresivo y asiduo, y yo recuerdo otros momentos tuyos más difíciles en los que me mirabas con los ojos empalizados y la sonrisa veraneándote en la boca, pues cuando estás a la defensiva la indecisión te agrieta un poco, te va agrietando lentamente como la carne se cae del cuerpo con la lepra. Las alas llevan a la niñez, esto está claro, pero ahora, para que nunca vuelvas a sufrir, voy a inventarte una alegría, voy a extraer, de donde esté, algún recuerdo tuyo que pueda sostenerte, y te recuerdo niña, te veo despertar cada mañana en un pueblo distinto, y te estoy viendo sola, callejeando y velocísima con las trenzas siguiéndote y corriendo cada vez más amparadoras para no separarse de tu cuello y de ti, y he sentido crecer tus ojos, tus zapatos, tu cabello que busca el mar para embarcarse, y he visto que tu cuerpo te llevaba en volandas, y no podías gritar porque ya entonces ibas con tu secreto al hombro, mientras que toda la población del cielo te miraba escandalizada repitiendo con los labios jaculatorios y contumaces: —¡Caramba con la niña!— Y después, al llegar a tu casa, como un copo de nieve se deshace, te quedabas dormida con el cuerpo despierto, con el cuerpo corriendo todavía, y la noche era un puente roto sin más, sin otra cosa, hasta que muy de mañanita te lavabas de chapuzón, y subías al dormitorio de tus padres para besarlos sin chistar, y como entonces no tenías en el mundo más amiga que el ama, te marchabas al colegio con ella y en el momento en que llegabais juntas a la calle, todo se hacía domingo porque os necesitabais mutuamente y ella reunía su desamparo con el tuyo, y te miraba para vivir, y te hablaba despacio y tiritando las palabras con la voz agachada mientras marchabais apretujándoos ya que a ti te gustaba pisar seguido, muy seguido y sin salirte del bordillo; y no sé cómo podíais llevar el mismo paso porque tú andabas como saltando y ella andaba como rezando; y yo he visto esa calle muchos años después y la he mirado con los ojos que tú entonces tenías, y la calle era un árbol con monjas en las ramas, no me digas que no, no me interrumpas, ya sé que en torno del colegio la calle era distinta como si comenzase a hablar contigo en una lengua vuestra, pero al llegar hasta el zaguán en donde os despedíais, te sentías desahuciada, y comenzabas a tener un temblor muy despacito pero muy junto, pues al quedarte sola vivías tu vida entera como se vive una premonición. Y esto es lo que recuerdo, lo que he podido recordar cuando vuelvo a mirarme en tus ojos de niña para tratar de devolverte algo, una migaja de alegría, siguiendo el vuelo de las alas ciegas.
11 y 12 de agosto de 1977
(Diario de una resurrección, 1979)
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Luis Rosales, nació en Granada el año de 1910. Estudió el bachillerato en los PP. Escolapios de su ciudad natal. Licenciado en Filosofía y Letras. En Madrid inició su carrera literaria publicando sus primeros versos en el número 2 de la revista Los Cuatro Vientos. Ha colaborado en las más importantes revistas de poesía y ha sido redactor de Vértice. Sus artículos han aparecido en numerosos diarios españoles. En 1940 se licenció en Filología en la Universidad de Madrid, de la Real Academia Española. DirigióCuadernos Hispanoamericanos del Instituto de Cultura Hispánica. En 1951 recibió el “Premio Nacional de Poesía José Antonio Primo de Rivera”, y en 1983 el “Premio Cervantes”. Murió en Madrid el 24 de octubre de 1992.