AMOR, Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905 - Madrid, 1999)

Puliré mi belleza con los garfios del viento.
Seré tuya sin forma, hecha polvo de aire,
diluida en un cielo de planos invisibles.

Para ti quiero, amado, la posesión sin cuerpo,
el delirio gozoso de sentir que tu abrazo
solo ciñe rosales de pura eternidad.

Nunca podrás tenerme sin abrir tu deseo
sobre la desnudez que sella lo inefable,
ni encontrarás mis labios
mientras algo concreto enraíce tu amor...

¡Que tus manos inútiles acaricien estrellas!
No entorpezcan besándome la fuga de mi cuerpo.
¡Seré tuya en la piel hecha fuego de sol.


La poeta vitoriana Ernestina de Champourcin

Poeta española nacida en Vitoria, Alava, en 1905. Su infancia transcurrió en Madrid donde además de cursar sus estudios se inició en la poesía y contrajo matrimonio con Juan José Domenchina, poeta también y secretario durante la guerra del presidente Manuel Azaña. Fue discípula de Juan Ramón Jiménez y estuvo unida por estilo y amistad a los poetas de la Generación del 27. De su obra hacen parte: «En silencio» 1926, «Ahora» 1928, «La voz en el tiempo» 1931 y «Cántico inútil» 1936.  En 1939 partió a México donde publicó posteriormente, «Poemas del ser y del estar» 1972, «Huyeron todas las islas» 1988, y tras algunas antologías, un libro al filo de sus 90 años, «Del vacío y sus dones» en 1993 y «Presencia del Pasado» en 1996. Sólo a partir de 1989 se inició el reconocimiento de su obra, con galardones tan importantes como el premio Euskadi de Poesía, el Premio Mujer Progresista y la nominación al Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1992, y la Medalla al Mérito Artístico del Ayuntamiento de Madrid en 1997. Murió en Madrid en marzo de 1999.

Mario Vargas Llosa (1936) en La Señorita de Tacna (1980)




Tan hermosa eres Elvira, tan hermosa
que dudo siempre que ante mí apareces,
si eres un ángel o eres una diosa.

Modesta, dulce, púdica y virtuosa
la dicha has de alcanzar, pues la mereces.
Dichoso, sí, dichoso una y mil veces
aquel que al fin pueda llamarte esposa.

Yo, humilde bardo del hogar tacneño,
que entre pesares mi existencia acabo,
para tal honra júzgome pequeño.

No abrigues pues, temor porque te alabo:
Ya que no puedo, Elvira, ser tu dueño,
déjame, por lo menos, ser tu esclavo.


Mario Vargas Llosa